En el día de ayer, liberé al
canario número cien. Elegí las cinco de la tarde (horario cumbre de arribo a la
casa de mi abuela). Él o ella volaba con gran ímpetu y dificultad hacia la rama
del árbol más lejano y su aleteo de merienda me acercó el inconfundible aroma;
recién con él tuve la ocurrencia de mirar mis manos (casi como siempre).
Supe las veces que ellas me
gritaban que hiciera algo cuando yo miraba a los canarios, mientras ellos me
hablaban con su canto hermoso; subiendo y bajando, subiendo y bajando, subiendo
y bajando de un palito al otro, chocándose con sus compañeros de celda,
esquivándose, buscando un poco de intimidad. Todos creían que iba directo al
lavadero porque amaba los animales y me gustaba admirarlos cuando, en realidad,
yo no sonreía sino con mucha tristeza porque algo andaba mal.
¡Los amaba! Aunque a sus ojos era
una enemiga más. "Somos los reyes", me decía la iglesia en mi cabeza…
¡Qué sitio tan repleto de iglesia era ese! Me acercaban una compotera de dulce
de mamón y yo seguía leyéndolos con voz de almíbar y sed. Y ellos me hablaban
con su canto hermoso y sus ojitos de pimienta. Y mis manos jovencitas me
gritaban, mientras me acercaban una cuchara repleta de dulce empalagoso. Yo
amaba todo ese lugar, y el olor a años setenta con un toque de dos mil.
Prometía mucho con las uñas sucias y la piel elástica. Tenía siete, ocho,
nueve, diez, once, doce, trece, catorce…
Aroma a años me trajo el aleteo del pajarillo
indefenso, próximo a morir dentro del salvajismo, aunque bañado en libertad
bajo el sol de las cinco de la tarde. Mi nieta no va a saberlo nunca,
ella siempre se sienta a comer un yogur con cereales en la mesa de la cocina después
de la liberación de los canarios. Una vez sola me sorprendió por la espalda
mientras yo retozaba entre el olor a tiempo y me dijo que ella iba a ser olores
en el aire, también, algún día. Después de esa tarde, yo me acuesto a morir
cada noche con una sonrisa. Y un poema amarillo entre mis manos (llenas de
arrugas), con la piel caída y con olor a vieja.
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