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Los días quietos.


-¡Qué feo día insulso! - Suplican los ojos de ella.
Y bajan para ver las manos tibias de té, del otro, que se le acercó hace un ratito. El otro, entre que los ojos de ella suben a seguir escupiendo el día sin cielo, le mira la mano derecha, la que sostiene la cortina. La mano que se le despegó del cuerpo hace una media hora atrás y, por su parte, canta mil inquietudes; porque no sostiene la cortina, la dobla y le quita el aire, de impotencia, seguramente.
La mano está gritando también, igual o peor que los ojos; pero no grita por el feo día insulso en sí, sino porque el frío la congela y hace que ya no se sienta mano. No se siente una mano amada, besada, admirada. Hace cuánto no se entrelaza con los dedos de otra, no rasguña alguna espalda desnuda, no estruja y le quita el aire a las sábanas, como lo hace ahora con la cortina.
El día está feo e insulso, por de más, quieto. Quietísimo está. Es una homogeneidad grisácea. Lo gris del cielo no son nubes ya; es pintura indeleble. Genera asfixia porque borra toda memoria de color y aquieta más que el frío mismo.
Es una hermosa quietud visual y silenciosa que agita la necesidad de ciertos ojos y ciertas manos que se las agarran con las cortinas. Hace hablar sin tener que mover los labios; aquieta. Asilencia lo físico. Hasta el té del otro, asilencia enfriándose y ya no sirve ni de estufa para manos encolerizadas.
-¡Qué hermoso día quieto! - Le gustaría decirle a ella y hacerla sonreír. Pero no, porque no quiere generar movimiento alguno. Sólo piensa, entonces, un ratito después, en ir a tirar ese té que ya no le sirve ni siquiera para acercarse a la persona amada con la excusa de soplarlo y sorberlo mientras se van, ambos, por la ventana congelada.

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